miércoles, 22 de octubre de 2014

La historia continúa; Eva.

Más vale que no tengamos que elegir 
Entre el olvido y la memoria, 
Entre la nieve y el sudor. 
Será mejor que aprendas a vivir 
Sobre la línea divisoria 
Que va del tendió a la pasión. 

No dejes que te impidan galopar 
Ni los ladridos de lo perros 
Ni la quijada de caín. 
Que no te dé el insomnio por contar 
Las gaviotas del desierto, 
Las amapolas de parís. 

Te engañas si me quieres confundir 
Esta canción desesperada 
No tiene orgullo ni moral 
Se trata sólo de poder dormir 
Sin discutir con la almohada 
Dónde está el bien, dónde está el mal. 

La guerra que se acerca estallará 
Mañana lunes por la tarde 
Y tú en el cine sin saber 
Quién es el malo mientras la ciudad 
Se llana de árboles que arden 
Y el cielo aprende a envejecer. 

Y sal de ahí 
A defender el pan y la alegría. 
Y sal de ahí 
Para que sepan que 
Esta boca es mía.


"Esta boca es mía". Joaquín Sabina. 

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Eva pensó que la vida pasaba igual que siempre: sin cambios en la rutina que se había impuesto, el sol brillaba cada día y se obligaba a disfrutarlo, igual que su nueva vida.

Había hecho muchos cambios y pensó que jamás necesitaría volver al pasado, nunca más la mirada perdida en los hermosos atardeceres que solía ver a través de su portal, jamás la tristeza de soledad en fines de semana y ni hablar de aquella libreta que encerró con llave porque la idea de botarla le laceraba el alma.

Ese día solo unos segundos sirvieron para volver a ella toda aquella barahúnda que siempre soñó con borrar, olvidar, desaparecer. La lista de nombres que le atormentaban era ahora más extensa, los recuerdos de amores eternos que nunca vieron amanecer en su almohada, la felicidad que siempre sentía escurrir por sus dedos.

En ese instante las preguntas eran martillos: ¿Por qué recordar todo lo que no quería? ¿Por qué el vacío? ¿Por qué los por qué? Todo había vuelto de golpe, todo estaba frente a ella, Eva recordó su nombre y suspiró.

Ahora era solo ella, ya no más excusas para cambios temporales, otra vez era solo la asustadiza mujer frente al espejo, sus temores a flor de piel, la soledad que volvía para acompañarla, las rutinas que la abrumaban, aquella fuerza que necesitaba y ya no encontraba.


Eva se acostó con la esperanza de que el amanecer marcara el final de la pesadilla en la que se sentía, el punto final de la triste oración a la que había regresado y repasado, los colores que solo imaginaba pero que jamás apreciaba.